Pequeñas victorias. Grandes cambios

¿Y si avanzar no fuera cuestión de grandes decisiones, sino de pequeñas victorias sostenidas? Pequeños pasos que cambian el rumbo cuando el futuro aún es borroso

El momento intermedio

Hay una zona gris en todo proceso de transformación. Un espacio ambiguo donde lo anterior empieza a disolverse, pero lo nuevo aún no toma forma. Lo viejo ya no va más, pero lo nuevo todavía no llegó. Y en ese medio tiempo, cuesta habituarse.

Es un terreno incómodo. Un lugar donde, muchas veces, lo más agotador no es el trabajo ni las exigencias externas, sino la necesidad interna —autoimpuesta— de tener respuestas.

¿Qué voy a hacer?

¿Cómo voy a sostenerme?

¿Dónde quiero estar en un año?

La mente repite estas preguntas como si encontrar la respuesta correcta fuera condición para poder seguir adelante. Y cuando esas respuestas no llegan —porque rara vez llegan bajo presión—, aparece un agotamiento que no es físico, sino mental. Un desgaste silencioso, que se acumula en las horas improductivas, en la ansiedad que se instala al despertar, en la sensación de estar suspendido, sin poder avanzar.

Con el tiempo entendí que estar en transición no es solo pensar distinto. Es algo más complejo: es aprender a sostenerse en la ambigüedad, caminar sobre un puente que se está construyendo mientras se da cada paso. Y en medio de ese equilibrio inestable, descubrí algo que me cambió el foco: no todo en ese proceso tiene que ser exclusivamente profesional.

No solo somos lo que hacemos

Durante mucho tiempo asocié el progreso, la identidad e incluso el valor personal con lo profesional. Con lo que producía, con lo que lideraba, con los resultados visibles. Y no está mal. Pero hoy, en retrospectiva, sé que no es suficiente. Porque cuando lo profesional se tambalea, todo lo demás tiembla si no hay otras raíces donde apoyarse.

Mi coach, con una paciencia admirable, me lo repetía: necesitas momentos para disfrutar. No para evadir, sino para complementar lo que estaba viviendo. Me costaba entenderlo. Me parecía casi irresponsable. ¿Cómo disfrutar si todavía no había resuelto lo esencial? ¿Cómo descansar si lo estructural estaba en crisis?

Lo entendí con el tiempo. No hablaba solo del trabajo. Hablaba de la vida. De mis vínculos, de mis emociones, de mi capacidad de descanso. De la necesidad de conectar con partes de mí que no tuvieran que demostrar nada. Me hablaba, en definitiva, de cuidar el proceso, incluso cuando todavía no tenía una forma definida.

Una meta sin facturación

Entonces probé. No tenía un método ni un plan claro. Solo sabía que necesitaba salir del modo “todo análisis, nada disfrute”. Me propuse, entre otras cosas, una meta simple, concreta, sin retorno económico, sin KPI. Una meta personal: correr una media maratón. Los 21K de la Maratón de Santiago.

No los 42. No todavía.

Pero los 21 ya eran un desafío real. Corría desde los 15 años, pero nunca me había anotado en una carrera oficial de esa distancia.

Lo tomé en serio. Entrené. Me organicé. Y sin buscarlo, ese proceso me dio algo que estaba necesitando: una estructura sin presión, una rutina con sentido, un objetivo que no dependía de la productividad, sino del deseo.

Fue una pequeña victoria que me sostuvo. Me dio energía. Me devolvió la sensación de movimiento interno en un momento donde todo parecía estancado.

Lo pequeño se acumula

Esa pequeña victoria no fue la única. Empecé a encontrar otras, más sutiles: dedicar tiempo a mis amigos, reencontrarme con mi familia sin culpas por ausencias justificadas en agendas corporativas, desconectarme sin tener que explicarlo.

No eran grandes gestos. Pero me dieron algo fundamental: disciplina para gestionar mi energía, para que no se drenara en preocupaciones mentales sin resolución. Me ayudaron a reconectarme con la idea de que también se avanza celebrando pequeños logros. Que hay algo profundamente sanador en entrenarse para disfrutar —aunque sea un poco— mientras todo lo demás sigue moviéndose.

Y sin embargo, en medio de ese aprendizaje, noté otra trampa.

Una muy común en las etapas intermedias: querer que lo que viene sea tan grande como lo que dejamos atrás.

Buscamos que el próximo proyecto —propio, con nuestro nombre, nuestro riesgo, nuestra firma— tenga desde el primer día el peso simbólico y estructural que tenía aquello que lideramos en el pasado. Esperamos que lo nuevo llegue con la misma escala, la misma contundencia, la misma validación.

Y ahí caemos en la lógica del todo o nada.

Si no es grande, mejor no hacerlo.

Si no se ve sólido, mejor esperar.

Si no tiene impacto inmediato, parece que no vale la pena.

Pero esa comparación es injusta. Y, sobre todo, irreal.

Comparamos el resultado de años de carrera dentro de una organización —con recursos, sistemas y redes que nos contenían— con los primeros pasos de algo que apenas está naciendo, con lo que tenemos a mano, con nuestros propios recursos. Comparamos peras con manzanas. Y, como era de esperarse, lo nuevo pierde.

No porque no tenga potencial, sino porque lo medimos con una vara que no aplica.

Esa asimetría no solo desvaloriza lo que estamos construyendo. También paraliza. Nos hace dudar justo cuando necesitamos confiar. Nos frustra justo cuando necesitamos persistir.

Por eso las pequeñas victorias son clave.

Nos devuelven escala. Realismo. Tracción.

Nos recuerdan que lo importante no es que lo nuevo sea igual de grande, sino que sea genuino, propio, vivo. Que tenga espacio para crecer. Que nos entusiasme hoy, no que impresione a los demás desde el día uno.

Desde ahí, todo empieza a cambiar.

Con el tiempo, entendí para qué sirven estas pequeñas victorias.

Por ejemplo:

1. Rompen la parálisis del todo o nada

Nos ayudan a salir del loop de “hasta que no tenga todo resuelto, no hago nada”.

La verdad es que la claridad se gana andando.

Y muchas veces, andar empieza por mover el cuerpo, no por resolver la estrategia.

2. Reducen el miedo al cambio

El cambio, cuando es total, da vértigo.

Pero cuando te das permiso para probar algo sin compromiso absoluto, algo se libera.

Una pequeña victoria le dice a la mente: “tranquila, no estamos renunciando a todo, solo estamos explorando.”

3. Activan un ciclo positivo

Correr los 21K no me resolvió la vida. Pero me dio foco. Me organizó los días. Me mostró que podía sostener un compromiso conmigo mismo.

Y esa energía se transfiere. Sirve para escribirle a un posible cliente. Para tener esa conversación que venías evitando. Para terminar esa propuesta que refleja lo que sos hoy.

4. Hacen visibles los supuestos obsoletos

Cuando actúas distinto, te das cuenta de qué ideas ya no necesitas sostener.

Ese horario rígido. Esa definición única de éxito. Esa narrativa que te decía que solo vale lo que se factura.

Cuando lo profesional también se transforma

No todas las pequeñas victorias fueron personales. También hubo algunas profesionales. Recuerdo una propuesta que armé con honorarios que, meses antes, ni me hubiera animado a poner sobre la mesa. Fue como desbloquear un nivel mental. No me la aceptaron —el cliente todavía no tenía claro su propio proyecto—, pero eso no fue lo importante. La victoria fue haberla escrito. Haberla defendido. Haberme creído ese número. Ese posicionamiento. Esa confianza.

Esa acción, que desde afuera pudo parecer “sin resultado”, me preparó para las oportunidades que vinieron después. Y me reubicó ante mí mismo.

Cuidar el proceso también es avanzar

Estar en transformación es complejo. No hay atajos.

Pero con el tiempo aprendí que cuidar el proceso también es avanzar.

Que no todo tiene que ser útil, ni profesional, ni monetizable.

Que muchas veces, lo más transformador es una decisión chiquita, una conversación honesta, una caminata sin auriculares, una tarde sin exigencia.

Y si hoy no tienes todas las respuestas —como tantas veces me pasó—, tal vez lo único que necesitas es permitirte una pequeña victoria.

Cocinar algo con tiempo. Terminar ese libro. Salir a correr sin apuro. Animarte a decir que no.

O simplemente no castigarte por no tenerlo todo claro todavía.

Todo eso también es construir.

Todo eso también es avanzar.

Y aunque no lo parezca, es por ahí.